Dejando a un lado el retraimiento
extremo de aquellos sujetos que entran en reclusión esquizoide y niegan
cualquier contacto humano significativo, a la soledad hay que saberla
sobrellevar. Es conveniente estar con ella de vez en cuando. Nunca he visto que
la soledad se promueva en la educación por valores. Se habla de amistad,
altruismo y compañerismo hasta el cansancio, pero de la capacidad de retraerse
a los propios espacios interiores, nada. Si el hombre sigue soltero después de
los cuarenta, es estadísticamente sospechoso, y si la mujer no ha conseguido
novio o esposo después de los veintiocho, se quedó para vestir santos. De una
manera u otra, la soledad nunca se plantea como una elección viable, sino como
algo desafortunado.
Toda nuestra formación está orientada hacia afuera: la
búsqueda de distractores a expensas de la persona. Es tan malo ser ermitaño,
como necesitar compañía compulsivamente. Aceptar la soledad de vez en cuando
significa adentrarse a un mundo donde la orfandad no duele, donde no prosperan
las pérdidas, ni arrecian las amenazas.
La mejor manera de superar el temor a la soledad, es
comenzar a estar solo. Ya sea por aproximaciones sucesivas o de una vez por
todas, no hay otra forma: el miedo se vence enfrentándolo. Hay que arriesgarse,
tener integridad para estar solo, soltar las muletillas y empezar a caminar sin
ayudas. La soledad bien administrada, aunque duela, es una oportunidad para
encontrarse a sí mismo, conocerse y fortalecer el potencial que tenemos
rezagado. Si intentas meterte en ella, descubrirás, tal como decía Maeterlinck,
que el silencio es el sol que madura los frutos del alma.
Walter
Riso.